Como todos los días ella salía a eso de las 11 de la mañana a comprar las verduras, para luego preparar el almuerzo. Antes de salir limpiaba su casa, barría, trapeaba, lustraba los muebles y al concluir se daba un baño. Todo era como siempre, la calle, el almacén, la gente. Cuando llegó de vuelta a su hogar las cosas cambiaron, ya no quería sacar una a una la mercadería del día, ni disponerse a cortar cada verdura como si fuese lo más importante. Ese día, un día remoto, se sentó en una silla de su comedor y se negó a realizar su rutina. Recordó por unos instantes la muerte de la madre de una de las amigas de su madre, la cual falleció mientras pelaba habas. Posteriormente, se acordaba de las historias que tenía con algunas personas, los dramas, las alegrías, las pulsiones, puesto que ahora todo eso se había ido. De nuevo negó su existencia rutinaria, porque algo nacía desde la represión de la calma, algo muy similar al aprendizaje.
Se levantó de su silla y se dirigió al baño para mirarse al espejo, allí vió las canas que habían aparecido en su cabello, sus pocas líneas de expresión y su piel marchita con el tiempo. Se miró y pensó que la vida no debía pasar en vano, necesitaba hacer algo de ella o los gusanos de la repetición podrían devorarla. Acto seguido, fue a su celular y comenzó a llamar a sus viejas amigas, pero de ese intento sólo habían obstáculos. La gente se tornó predecible y adulta, llena de ocupaciones y horarios por cumplir, ya no tenía tiempo para pensar nada de lo que ya había sido en sus vidas.
Inicialmente culpó a la sociedad, luego a cada uno de sus cercanos y finalmente, se culpó a sí misma por dejar que el tiempo pasara. No, ella no tenía la culpa, pero si era parte de esta maraña de destinos. Se sentía ambivalente, con sus deseos obstruidos y rechazados, completamente impotente y frustrada; a la vez de percibirse con ansias y esperanzas. Entendió que era responsable, quizá no del mundo, pero si de seguir al mundo. Olvidó todo y corrió a buscar sus llaves para salir nuevamente de casa.
Ese día, caminó por unos parques, compró un libro y golosinas en la calle, conversó con un extraño que estaba sentado en una banca. Leyó minuciosamente cada línea del libro, miró el paisaje mientras reflexionaba en esas ideas, se sentía levemente útil a pesar de estar sentada. Aquel día se abrieron las puertas que ocultaba sus reales necesidades, así empezó a cuestionar sus pasos y experiencias, y todo ello no le pareció aburrido o agotador. Aprendió que había libertad, que no era el libro que había comprado o la golosina que se había comido, ni las elecciones de su vida, sino que estaba ahí, guardada en su voluntad y en su sentido.
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