De vuelta al terminal donde la gente suele chocar entre sí, me sentaba sobre mi excéntrica maleta amarilla, viendo a través de mis lentes oscuros a un hombre de casi sesenta años, enrojecido por el alcohol, atolondrado por el calor, tratando de coordinar sus movimientos para poder pararse, mientras que sus movimientos toscos hacian que mostrara que su camisa estaba abierta. La gente lo veía y tornaba la vista hacia adelante. Yo... yo sólo quise llorar y volver... volver a ese sitio donde aquel hombre alcoholizado no da miedo, sino, es alguien al cual le preguntaría si quiere irse a su casa, que más puedo decir, un reflejo de la impotencia que nos da el miedo de una sociedad individualista y temerosa de seres humanos endebles... No hay demonios en nuestros ojos, Señor mío, sólo un poco de pecado a lo largo de una vida recta.
3 comentarios:
Quizás -no lo recuerdo bien pues tendría que realizar un recuento de todas tus entradas, lo cual supone un tedio insoportable de sólo pensarlo- uno de los mejores relatos que he saboreado de ti. Te felicito por la soberbia profundidad impresa en tus analogías, en tus asociaciones extraídas de nuestra agitación cotidiana. ;)
Gustavo.
Gracias por fomentar mi inseguridad intelectual.
De nada... (K)!
Publicar un comentario